«El formarnos una idea del Anticristo la más clara, la más justa, la más verdadera que nos sea posible, parece no solo conveniente, sino de una absoluta necesidad. Sin esto, podremos con razón temer que este Anticristo se nos entre en el mundo, que lo veamos con nuestros ojos, oigamos su voz y recibamos su ley o su doctrina, que admiremos sus obras y prodigios, sin haberlo conocido por Anticristo, ni aun siquiera entrado en la menor sospecha». Rvdo. P. D. Manuel Lacunza y Díaz (1731-1801) de la Compañía de Jesús.
Es cosa común de nuestros días, al abordarse el milenarismo, que buena parte de sus partidarios se oponga con desmesura a la posibilidad de una cierta Restauración precedente a la Parusía, y en ello abjuran de cualquier política saludable y aun del legítimo Rey Católico, pecado severo (
Mirari vos). Sin embargo, ni toda lectura milenarista es concordante en sus deducciones, ni este presente escrito tiene por fin el desacreditarles conjuntamente, pero sí creemos necesario prevenirles de que el Padre Lacunza, teólogo principal en sus hipótesis, dedujo con nitidez aquella misma Restauración preparusíaca que tanto desmienten.
Unas palabras sobre el Anticristo de Lacunza
Incluso el milenarismo no herético, aquel con origen patrístico (San Ireneo, San Papías, San Justino, San Teófilo, San Hipólito...), es de enseñanza desaconsejada —pero nunca prohibida— por decreto del Santo Oficio; razones por las cuales, aun cuando citemos La Venida del Mesías en gloria y majestad, sólo hablaremos del Tomo I, del que trata al Anticristo. Es allí donde el Reverendo Padre identificó a la primera Bestia del Apocalipsis como un cuerpo moral ecuménico, siete cabezas animadas por un mismo espíritu de renuncia que desanuda el Cuerpo Místico en accionando la apostasía de los siglos con el servicio de la segunda Bestia o sacerdocio corrupto.
San Ireneo de Lyon ya había figurado para el Anticristo una naturaleza conjuntiva muy semejante: «La Bestia que ha de venir recapitulará en sí toda la iniquidad y todo crimen a fin de que, agrupando y encerrando en ella toda la fuerza de la apostasía, sea en ella arrojada al horno de fuego» (Adversus hæreses); lo cual no remite sino al modernismo en la famosa condena de San Pío X («compendio de todas las herejías»; Pascendi). Igualmente examinaba Lacunza ciertas señas escriturísticas que podrían facilitarnos el identificar sus siete rostros, y, aun reconociéndose no concluyente en alguna de estas deducciones, ofreció notables motivos para estimar que dichos siete sean Idolatría, Mahometismo, Herejía, Cisma, Hipocresía, Libertinaje y Deísmo (todo lo cual, confederado, aparta a la Santa Madre Iglesia al desierto, fuera de Roma). Sea como sea, este cuerpo de apostasía se hace llamar sustitutivamente religión porque al cabo «no se niega en ella la existencia de un Dios, aunque un Dios ciertamente “hecho con la mano que no adoraron sus padres” (Deuter. XXXII. 17)».
La herida de la primera Bestia
He aquí el punto donde Lacunza explicita la breve Restauración, suceso que se vincula desde hace siglos con los
presagios del Gran Monarca. Las Sagradas Escrituras, en los capítulos XIII y XVII del Apocalipsis, dan cuenta de que esta primera Bestia habrá de padecer herida mortal en alguna de sus siete cabezas, tras lo cual retorne sanada y con tanto vigor que asemejará poseer ciertamente una octava faz. «Parece una consecuencia necesaria que, herida la cabeza principal de la Bestia,
se disuelva al punto y desaparezca por algún tiempo todo aquel cuerpo de iniquidad: que las otras cabezas se separen unas de otras y que se escondan donde pudieren mientras se pone en cura formal la cabeza enferma, es decir, mientras la filosofía ayudada de todo el Infierno halla modo de remediar aquel mal, volviendo a trabajar de nuevo sobre fundamentos más sólidos y más infernales» (
op. cit. Tomo I. Parte II. Fenómeno III. Artículo IV. Párrafo IX).
Así pues, como la Bestia haya de retirarse temporalmente y se descomponga el vínculo apóstata que liga sus múltiples cabezas, será suspendido aquel imperio de la abominación desoladora durante un cierto lapso al cual nos referimos provisoriamente como Restauración, fuere cual fuere lo largo de su transcurso. No obstante, debemos concluir algunas cosas más siguiendo el Tomo I de este tratado.
Identidad de la cabeza herida
El Padre Lacunza sugiere de seguido dos cuestiones primordiales: que sólo sucederá por intervención Divina el que una de estas cabezas reciba su daño, y que ella será la peor cabeza de entre todas las siete. «Yo me inclino más por ciertas señales (llevando el misterio por otra vía que creo más recta) a pensar o sospechar que este golpe duro y terrible lo ha de recibir de la mano omnipotente de Dios vivo la cabeza más culpada de todas, la más impía, la más audaz, la que mueve o ha de mover toda la máquina […]».
Como es bien sabido, y así lo exhibe Lacunza, las cuatro bestias que contemplara antaño el Santo Profeta Daniel son las mismas siete cabezas de que venimos discurriendo, visto que la tercera de aquellas cuatro posee a su vez cuatro cabezas en sí misma, y así se suman siete cabezas entre dichas cuatro y las otras tres de sus abominables parientes, lo cual es sólo otra perspectiva del mismo misterio de iniquidad. Pues bien, la peor de todas las cabezas, aquella que supone el Reverendo Padre recibirá una herida mortal, es sin lugar a dudas la última de todas, esa que se muestra «espantosa y prodigiosa, fuerte en extremo» (Dan. VII. 7). Lacunza la nombra como Deísmo, pero advirtiendo de que su identificación es babélica y que, en suma, tanto podría llamarse Religión Natural como in recto Anticristianismo, porque «todos estos tres nombres significan una misma cosa; […] no solo el abandono total, sino el desprecio, la burla, el odio y la guerra viva […] al verdadero cristianismo y a todo lo que hay en él de venerable, de santo y de divino».
El jesuita empleaba así los términos deísmo y religión natural, que eran los errores originales de su siglo, para definir efectivamente la secta del Anticristo, todo lo cual vino a conocerse pronto como herejía liberal. Esta es pues la más terrible cabeza de la Bestia, el liberalismo en cualquiera de los órdenes; pero la Bestia colectiva, con aquellos siete rostros, concíbase antes como el casamiento de dicha cabeza liberal con todos los demás equívocos habitantes del Universo Mundo. Esto es, según lo dábamos a entender previamente, el modernismo, la apostasía absoluta que gobierna Roma desde 1958, y es que aquella misma cabeza liberal posee a su vez un cuerno complementario
secundum Scripturas: un arma que singularmente causa más agravios contra el Cuerpo Místico que todas las demás armas habidas en los siete cráneos de la Bestia. Acerca de la identidad de este cuerno enraizado en el liberalismo, «el tiempo la puede aclarar»; así lo concluía entonces Lacunza, pero lo cierto es que después del conciliábulo Vaticano II ningún católico debiera dudar de que aquel arma mayor de perdición es el antipapado modernista,
corruptio optimi pessima «con aire de piedad y máscara de religión»; cuerno éste y cabeza regenerados de su herida mortal por el sacerdocio pervertido o segunda Bestia o Falso Profeta, del cual sacerdocio habrá de proceder un nuevo antipapa Anticristo al cierre de la breve Restauración, y esto hasta la Parusía.