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La condena al heliocentrismo sigue vigente


El 24 de febrero de 1616 el Santo Oficio concluyó: «La proposición de que el Sol está estacionado en el centro del universo es absurda en filosofía, y formalmente herética, pues explícitamente contradice en muchas cosas a las Santas Escrituras; la proposición de que la Tierra se mueve y no es en el centro del Universo recibe el mismo juicio en filosofía; y con relación a verdad teológica es al menos errónea en la Fe». Durante el pontificado de Urbano VIII, en 1633, ante el Tribunal de la Santa Inquisición, Galileo fue acusado y hecho abjurar ━no por enseñar ciencia incorrecta━ sino por sospechoso de herejía. Todos los libros afirmando que la Tierra se mueve fueron colocados en el Index. En 1664, el Papa Alejandro VII publicó la bula Speculatores Domus Israel en la que fijaba un nuevo Index condenando todos los libros «que enseñasen de cualquier modo el heliocentrismo».

Poco después del Concilio Vaticano I de 1870, en el que se definió la infalibilidad del Papa y, a consecuencia del gran debate surgido por esa causa, un «sacerdote» anglicano, William Roberts, ━que erróneamente creía que el heliocentrismo había sido probado científicamente━ realizó un laborioso trabajo recopilando los antiguos decretos de la Iglesia de Roma contra el heliocentrismo. Su objetivo era probar que los papas habían caído en el error cuando hablaban ex cathedra. Paradójicamente, su trabajo concluyó que los decretos papales habían mantenido invariable la condena del heliocentrismo, a pesar de toda presión externa e incluso interna, y ese trabajo es hoy considerado por algunos como una excelente prueba de la infalibilidad papal y supuso, para algunos protestantes geocentristas, el motivo principal de su conversión a la Iglesia Católica.

El heliocentrismo no ha podido ser probado científicamente, a pesar de los grandes esfuerzos que desde 1887 se hicieron con los experimentos del tipo Michelson-Morley. Sin embargo, quizás porque Galileo inicialmente afirmó que lo había observado con su novedoso telescopio en el sistema de Júpiter y sus satélites (era una prueba incorrecta), o quizás porque algunos clamaron erróneamente que los principios matemáticos de Isaac Newton ━artífice de la masonería especulativa y furibundo anticatólico(1) lo probaban de manera formal, a pesar de todos los decretos condenatorios, esta herejía pronto se extendió por todas las universidades católicas y quedó fuera de control. En ello también influyó notoriamente la ansiedad de los protestantes por probar como fuera que los decretos papales de Roma eran falibles. Así llegó el convulso siglo XX con sus teorías científicas alienantes, como la Relatividad, el espacio-tiempo curvado, el Big Bang, los agujeros negros… Todo esto produjo una actitud acomplejada ─es necesario afirmarlo━ por parte de la Iglesia en tiempos de Pío XII ante las novedades pseudo-científicas que en la década de los 50 se mostraron como irrefutables. Pese a ello, no se produjo ninguna aceptación de estas nuevas teorías, aunque tampoco condenas y en aquéllas que ya lo estaban (como el evolucionismo, por ejemplo) se hicieron concesiones excesivas. Así con todo, llegados al siglo XX y, especialmente tras la II Guerra Mundial, entre gran parte del clero católico se produjo ya una ruptura aparentemente definitiva entre la ciencia y la teología. Como afirmaba Robert Sungenis(2), a los apologetas de la Iglesia de este siglo sólo les quedaron dos opciones:


a) Aceptar las afirmaciones de los poderosos científicos, reafirmando la postura de Copérnico, «la Tierra no es un lugar privilegiado», y entonces tener que dar intrincadas explicaciones para seguir manteniendo que el Espíritu Santo guía a la Iglesia.

b) Mantenerse firmes en la certidumbre que el Espíritu Santo guía a la Iglesia y, por tanto, concluir que el geocentrismo es una verdad, pese a las presiones fortísimas de los científicos y de quienes les apoyan.

La mayoría de los clérigos optaron por la primera postura, y en su tendencia racionalista y cientifista ─que no científica─ retorcieron la doctrina de la Iglesia. Durante la primera parte del siglo XX, los papas aún no vieron la necesidad de estudiar este asunto. Pero al final del siglo XX y con la acostumbrada actitud de la jerarquía vaticanosegundista, Karol Wojtyla, que tenía una gran formación en la falsa, inmanentista y liberal filosofía personalista y creía que el geocentrismo estaba científicamente refutado, consideró que había llegado el momento de tratarlo en serio y en 1979 expresó su deseo de tener un amplio estudio del «caso Galileo». En 1981 organizó una comisión para hacerlo, con miembros de la Pontificia Academia de Ciencias (P.A.C.), de la que forman parte destacadísimos cientifistas ateos como Stephen Hawking o Paul Davies. Años después, como era de esperar, el 31 de Octubre 1992, dio un breve discurso ante la P.A.C. en el que, además de rendir homenajes a Galileo, no aportó nada nuevo sobre el caso. No obstante, dejó muy contrariados a más de un miembro de la comisión al no realizar ninguna condena clara del geocentrismo, en la dinámica habitual de los papas modernistas ─recordemos la Humanae vitae de Pablo VI─, que, contradiciendo lo que siempre había sostenido la Iglesia, terminan por no contentar a los sectores más progresistas y por aliviar el desconcierto de los conservadores e, incluso, provocar el autoengaño de algunos tradicionalistas que concluyen que, a pesar de todo, nada ha cambiado. 

Con todo, teniendo en cuenta las herejías del Vaticano II y de los papas que han ocupado la Sede petrina en estos últimos decenios, la ambigua y derrotista actitud de Juan Pablo II, similar a la realizada con respecto a las Cruzadas, la Santa Inquisición o el falso evolucionismo darwinista, importa bien poco en este caso. No obstante, pese a la compleja defensa que desde el modelo geocéntrico puede suponer la Tierra esférica ━pues necesariamente ha de sujetarse en la cuestionable teoría de la Gravedad en cuanto a la interacción gravitatoria━, es desde luego evidente que con el magisterio de la Iglesia no puede un católico defender el modelo heliocéntrico, pues afecta a la Fe. Así, San Roberto Bellarmino ordenó a Galileo: «abstenerse por completo de enseñar o defender esta opinión o de discutirla... Abandonar por completo la opinión de que el Sol se detiene en el centro del mundo y la tierra se mueve, y de ahora en adelante no sostener, enseñar, o defenderlo de cualquier forma, ya sea oralmente o por escrito». 


La interpretación literal de las Sagradas Escrituras ha sido el eje prudencial que la Iglesia ha establecido para los teólogos. El racionalismo, aunque se revista de tomista, ha tratado de retorcer las escrituras para plegarlas a la falsa ciencia de la Revolución. Desgraciadamente, en los últimos siglos, los católicos han procedido a aceptar la falsa ciencia y a forzar hasta donde es posible las Sagradas Escrituras, sin cuestionarse ni un ápice la veracidad de aquélla. Un verdadero estudio católico se debe basar en la observación de la realidad, que en general no va en contra de lo que el sentido común nos dice. Las teorías articuladas por individuos que, casualmente, formaban parte de los diversos grupos que conforman los enemigos de la Iglesia y de la Cristiandad, deben ser, cuanto menos, cuestionadas y no directamente aceptadas, pues la razón se asienta en la Fe, que son las Sagradas Escrituras y la doctrina de la Iglesia Católica. Y así debe ser, tanto con el geocentrismo, como con la edad de la Tierra, como con la llamada «evolución de las especies» o con el tamaño, forma u origen del Universo.

Notas:

(1) La teoría de la Gravedad, que en física se representa con la llamada fuerza G (sic) fue articulada en 1666 por Isaac Newton, conocido puritano, devenido en arriano y artífice de la masonería especulativa. Esta teoría sostiene la atracción gravitatoria de los cuerpos y es la que, supuestamente, explica la esfericidad de la Tierra. Por la misma se daría respuesta a la pregunta natural de por qué los habitantes del hemisferio Sur o las propias aguas de la Tierra no se precipitan por la supuesta esfericidad de la misma, pese a que en la mera observación de la realidad jamás podamos comprobar si esto verdaderamente es cierto. Del mismo modo, tampoco se ha demostrado en la pura observación natural la llamada ley de la gravitación universal, por la cuál los cuerpos de mayor masa atraerían a los de menor. 

(2) R. Sungenis & R. Bennett. «Galileo Was Wrong The Church Was Right». 2004.

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