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Señales del fin del mundo: Perturbación general del Cielo y de la Tierra (IV)

4.ª Perturbación general del Cielo y de la Tierra. Mientras se va predicando el Evangelio por toda la Tierra, están predichas por una parte herejías, escándalos y persecuciones contra la Iglesia; y por parte de Dios, en castigo de esos y otros crímenes, guerra, hambres, pestes, terremotos y demás calamidades, que, acrecentándose la maldad, se irán también agravando hacia el fin de los siglos.

No es fácil, por sola esta predicción, discernir si está próximo ese fin, puesto caso que es natural olvidarnos de los males pasados, ni se sabe precisamente si los que se sufren serán los de aquel último tiempo, ya que de esa misma especie puedan sobrevenir otros mucho más terribles. El haberse fijado aisladamente en esta señal, y en una mayor o menor apostasía de la fe, con otros cálculos y conjeturas poco fundados, ha ocasionado el que desde épocas muy remotas opinaran algunos llegarse el fin del mundo.

El reinado y persecución del Antecristo es la señal más clara y perentoria, durante la cual, y en castigo de esos atrocísimos crímenes, descargará el Señor, por medio de sus ángeles, horribles desdichas hasta un extremo que evidentemente se manifestará la ruina del mundo y la inminente venida de Jesu-Cristo a juzgarnos.

Las palabras con que estas últimas señales se profetizan son terminantes, por más que el hombre no alcance el modo con que se verificarán, ni lo que algunas significan.

Los que las presencien, podrán reconocer fácilmente que son las que el Señor tiene predichas. Se parecerán a las antiguas plagas de Egipto, figuras de éstas, pero se extenderán más y serán mucho más atroces; a saber: llagas o úlceras secretas y vergonzosas; el mar, ríos y fuentes, llenos de sangre; el sol abrasador, causando ardores insufribles; tinieblas densísimas que envolverán la corte anticristiana; se secará el Éufrates para dar paso al ejército anticristiano; y por fin rayos, truenos, terremotos y granizo cuales jamás se vieron, con que quedarán destruidas grandes ciudades y en horroroso trastorno las islas y continentes.

Los anticristianos, en vez de llorar sus pecados y pedir a Dios misericordia, blasfemarán contra el Cielo, se morderán las lenguas, gritarán a los montes que los aplasten, correrán despavoridos y demacrados, sin saber dónde guarecerse. El sol se obscurecerá, la luna no dará su luz, sino parecerá ensangrentada; en las estrellas y en el cielo se verán cosas horribles. Estos males cogerán de sorpresa al mundo, como un ladrón que viene a deshora, y como el diluvio, de Noé; porque los malos no creen en la palabra de Dios que los anuncia, ni reconocerán en las anteriores señales la proximidad de estas postreras.

Los fieles católicos, aunque actualmente ignoran cuándo vendrá ese día, creen que a su tiempo se realizará todo lo que acerca de él nos enseña la Sagrada Escritura con la tradición de la Iglesia, sin dar oídos a rumores necios o a predicciones infundadas que señalan el número de los futuros papas o la mujer de que ha nacido o nacerá el Antecristo; saben que el día menos pensado puede éste presentarse con todos los caracteres que en los libros santos lo describen.

Más aún, como observan que en nuestros días se va por una parte consumando la apostasía, el abandono en que los príncipes dejan a la Iglesia, y la persecución que en el mundo entero le mueve la masonería esencialmente anticristiana; que los judíos, jefes de esa secta, poseen ya riquezas fabulosas, y a su influjo cede casi en todas partes la política, con ejércitos monstruosos, y medios de destrucción, comunicación y traslación rapidísimos; y como por otra parte oyen de boca de una alma santa, la beata María Margarita de Alacoque, que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús la da el Señor como un último esfuerzo y prenda de su amor a los hombres en estos postreros tiempos; y de boca de León XIII, que Satanás y su infernal cortejo anda ya desencadenado por el mundo; y entienden que apenas hay provincia donde la Religión cristiana no haya sido o pueda en breve ser oída; no pocos empiezan a conjeturar que en día quizá no lejano estalle por fin la conflagración universal, se bamboleen los cimientos del orden social, se alcen en guerra atroz unas naciones contra otras, y surja de ese caos el imperio tiránico del Antecristo, y su persecución final contra la Iglesia.

Sea de esta conjetura lo que quiera, de todos modos el cristiano prudente, además de vivir en gracia de Dios, para que así le halle la muerte en buen estado, ha de procurar en estos tiempos, que, sin género de duda, son peligrosísimos para la salvación, unirse más y más a Nuestro Señor Jesu-Cristo, a su Sagrado Corazón; acogerse a la Madre de Dios, obedecer al propio Prelado y con él al Papa, asociarse a los católicos que dócil y decididamente les siguen; y separarse, lo más posible, y huir de cuantos huelan a sectario de la masonería, del liberalismo o de cualquiera error reprobado por el Papa; y de la mala prensa y espectáculos escandalosos, arma de los enemigos de Cristo; y antes bien con oraciones, santa vida, escritos católicos y con cuantos medios se le alcancen, esforzarse por atajar la corriente del mal y aplacar la indignación divina.

Quien esto practique, esté seguro que en cualesquiera pruebas, aunque fuese la última del Antecristo, perseverará fiel hasta morir y salvarse. Verificadas todas esas señales, aparecerá por fin, y descenderá de lo alto Nuestro Señor Jesu-Cristo, lleno de majestad y poderío, entre nubes esplendorosas, acompañado de su Madre la Reina de Cielos y Tierra, de todos los bienaventurados y de cuantos millones de ángeles pueblan la gloria, apareciendo éstos verosímilmente en forma corpórea hermosísima, llamando unos con la trompeta al juicio y escoltando otros la Cruz, que cerca del Redentor campeará vistosísima como trofeo de victoria, que consiguió en ella Cristo y por ella todos los buenos.

Entonces será la resurrección general, todo el género humano nos veremos convocados en las afueras de Jerusalén ante el Juez divino. Los réprobos arrastrando por la Tierra y abrasados ya por el fuego vengador de las ofensas del Criador; los predestinados elevados sobre la Tierra como formando ya parte de la corte gloriosa.

Jesu-Cristo en un trono hermosísimo, y cercado, como de asesores, de los santos que más se señalaron en su servicio, juzgará a todos y a cada uno de los buenos y de los malos, y dando a cada cual su merecido, pronunciará, a vista del mundo entero, la definitiva sentencia para toda la eternidad.

Los malos, abriéndose la Tierra, serán sepultados en el infierno; los buenos subirán con Cristo a la gloria. El fuego se extenderá súbitamente por toda la redondez de la Tierra, al modo que en otro tiempo las aguas del diluvio, y abrasará todo lo que ha servido de pábulo a los vicios y pecados, y arrastrando, cual torrente impetuoso, todas las heces e inmundicias, se precipitará para tormento de los condenados en el abismo infernal, que quedará cerrado para siempre.

La tierra en lo exterior, y todo el resto de la creación, brillará con nueva y perenne hermosura, alabando por la boca de los bienaventurados del Cielo al Criador de todo y a su Hijo Jesu-Cristo Nuestro Señor. Amén.

A. M. D. G.

Ángel María de Arcos S.I. Explicación del catecismo católico breve y sencilla (1.900), págs. 307-309.

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