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Pureza en el noviazgo y el matrimonio

«Los cuerpos corrompidos por la lujuria son morada de demonios» dijo San Hilario. Debido a la gran cantidad de almas que van al Infierno por pecados de impureza, y al precario concepto que tiene en nuestros días la gente de esta realidad –incluidos muchos que se dicen tradicionalistas– es obligado que tratemos, desde un punto de vista práctico, el tema de la pureza, especialmente en el noviazgo y en el matrimonio.

Sobra decir, que el mundo de nuestro tiempo es exageradamente impuro, escandaloso, degenerado y ofensivo a Dios ya sólo por esta cuestión, que es causa de tantos males. En este contexto, el cristiano está obligado a apartarse de toda propaganda por la que se difunda la sensualidad: anuncios, televisiones, «música», películas, lecturas, etcétera. También de los lugares donde el ambiente está cargado de impureza; playas, gimnasios, discotecas, cines, etcétera. Pues «quien ama el peligro, perecerá en él», nos enseña San Pablo en la Escritura.

En referencia al noviazgo, no es éste una niñería o una cosa informal; el noviazgo es la antesala del matrimonio. En relación a la posibilidad real de casarse y a los usos sociales, en nuestro tiempo ningún joven debería de iniciar un noviazgo antes de los 19 años, y ninguna joven debería de hacer lo propio antes de los 17. El noviazgo ha de ser breve –no más de dos años en principio– y el objetivo principal del mismo no es «pasarlo bien», sino comprobar que uno se va a casar con una persona con la que dará gloria a Dios en su matrimonio y, secundariamente, confirmar que existe una afinidad entre los novios, para facilitar una convivencia que durará hasta la tumba.

El máximo contacto físico que pueden tener los novios es ir de la mano durante un paseo, nada más. Deben evitar toda ocasión próxima al pecado, y nunca podrán estar solos los dos. Por supuesto, están prohibidos los besos, los abrazos, las caricias, etcétera. Tienen que evitar toda conversación sensual y todo pensamiento impuro. También deben entregarse a la oración y demás obligaciones de la milicia cristiana. Si un joven ve que su novia es diligente en el cumplimiento de estas cosas (y viceversa) puede estar contento, porque va a casarse con una persona que realmente le quiere, y que va a mirar en el matrimonio por la salvación de la familia y la santificación de los futuros contrayentes. 

El matrimonio es un sacramento por el que los esposos pasan a estar unidos indisolublemente. Siendo superior el vivir consagrado a Dios en celibato (y por ello impuesto a sacerdotes y religiosos dicho estado), es también un bello ideal el de los cónyuges que se santifican en el estado matrimonial.

Para santificarse en el matrimonio, es obligatorio evitar el pecado. Dentro del tema que nos atañe –el de la pureza– pueden los esposos, aunque estén casados, ofender también gravísimamente a Dios. Es por esto, entre otras razones, por lo que la Santísima Virgen dijo en Fátima que «había muchos matrimonios que no eran de Dios». Y si dijo eso en 1917, ¿qué no diría ahora?

Empezando por la cuestión del adulterio, los esposos no pueden siquiera mirar con el menor deseo a otra persona que no sea su cónyuge. Tampoco pueden hablar en confianza o permanecer a solas con personas de diferente sexo. Es también bueno que los esposos compartan juntos la mayor parte del tiempo posible, para que se fortalezca su unión.

Todo lo que quedaba prohibido para los novios, tampoco deben hacerlo los esposos en público o delante de sus hijos, pues son intimidades del casado. Asimismo, cuando la mujer dé el pecho –cosa aconsejable en el cuidado de los hijos– debe hacerlo a solas, o sólo en presencia del marido.

En lo que respecta a las relaciones conyugales, estas tienen un componente animalizante debido al pecado original, sin embargo, ello puede ser eliminado –o al menos mitigado– si se realizan con el mayor afecto, cariño y respeto posibles; de esta manera, no sólo será un acto más elevado, sino que además, favorecerá un sano afecto carnal entre los esposos. Hoy en día, ya sólo por descuidar esto, muchos esposos cometen pecado, porque es pecado bestializarse en el acto matrimonial como tantos hoy, desgraciadamente, hacen.

Está prohibido el uso de cualquier tipo de anticonceptivo bajo pena de pecado mortal, el fin primario del matrimonio es la procreación. Eso que llaman «Planificación Familiar Natural» está también prohibido, y su aplicación en supuestos excepcionales, es una mera opinión teológica con escaso eco en la Tradición, por lo que hasta en esos supuestos, deberían los esposos rehusar practicar algo así. Si se quiere evitar la prole, continencia (Papa Pío XI, encíclica Casti Connubii).

Cuando el acto conyugal es realizado siguiendo lo hasta ahora expuesto, y de él puede generarse una nueva vida, estamos ante un acto virtuoso y bueno que, según muchos teólogos, puede ser incluso operativo para obtener gracias de Dios. Las relaciones conyugales en el embarazo –siempre que no se ponga en peligro la vida del feto– o cuando uno de los dos cónyuges no puede ya concebir, son lícitas, pero no son actos de virtud como en el primer caso, porque de ellos no se puede derivar una nueva vida (fin primario del acto conyugal). De la misma forma que es más virtuoso el estado religioso que el matrimonial.

La carne ata a la materia y puede generar adicción, por lo que entorpece grandemente la vida espiritual si uno cae en sus enredos. En ese sentido, y salvo que una razón especial lo justifique, es preferible evitar la excesiva frecuencia del acto conyugal, que podría actuar en detrimento de la relación personal del hombre con Dios, tanto en la oración como en otros actos de piedad.

Cuando uno se casa, queda obligado a pagar el débito a su cónyuge bajo pena de pecado. Es decir, si no implica pecado y el cónyuge pide razonablemente al otro la realización del acto, debe este acceder a la petición de su cónyuge. Asimismo, y salvo que de ello se derive un gran mal –como la muerte del feto en caso de embarazo– al igual que el hombre es cabeza de la mujer y señor de esta, en el acto conyugal sólo es admisible que el hombre (sujeto activo) esté encima de la mujer (sujeto pasivo), incluso bajo pena de pecado en muchos casos. Otras posturas son antinatura o, si acaso, poco recomendables, pues desvirtúan la relación matrimonial animalizándola.

No es fácil para un cristiano tratar algunas de estas cuestiones, especialmente delicadas, pero es necesario abordarlas y exponerlas, de modo que cualquier novio o esposo, con la sola lectura de este artículo, sepa qué cosas son permitidas y cuales no en su estado de vida, así como otras que le serán buenas para santificarse en él.

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